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Mostrando entradas de 2022

El repartidor

Los había estado espiando por cerca de un mes. Salía temprano de su casa, allá por los límites de la ciudad, más cerca del cerro que de la carretera, y se desplazaba durante varias horas hasta donde la vieja pareja vivía. La mansión de ellos marcaba un contraste doloroso con su propio hogar, hecho de láminas. La primera vez que Juan había entrado a la lujosa residencia, fue porque lo trajo su primo, para ayudarlo en sus labores de jardinero. Se quedó boqueando como un pescado al ver lo tapices colgados en las paredes, las estatuas repartidas por los salones y hasta por el olor a riqueza que casi podía percibir en cada cuarto. Entonces conoció a los dueños de la casa, una pareja de ancianos con pieles casi translúcidas y cabellos dorados. Los ojos azules de ambos, se posaron indiferentes en él. Juan sabía con certeza que no podía ser más intrascendente para ellos, era solo uno de los muchos trabajadores que desfilaban por la mansión. Otro más de los pobres, de los que importaban menos y

El contratista

Al fin llegué, pensé mientras bajaba del camión en la vieja terminal de autobuses de Pachuca. Como siempre el olor conocido a estiércol y a sudor me golpeó la cara. Era cerca de la medianoche, yo estaba muerto de cansancio, solo pensaba en encontrar una cama dónde poder dormir unas horas para mañana seguir mi viaje hacia la Ciudad de México. Aún adolorido por el largo camino, me monté en el primer taxi que ví pasar. Al centro, al centro, creo que le dije. Mientras avanzábamos, saqué de mi mochila los papeles que ya había revisado cientos de veces en los últimos 3 días. Si cerraba este contrato mañana, ya no tendría que seguir viajando por todo el país y al fin podría abrir mi negocio. La sola idea hacía que me temblaran las manos.  Yo ya no era un hombre tan joven, pero aún quería cosas. Mi casa, mi familia, mi negocio. Iba pensando en esto, casi soñando y sonriendo, cuando de pronto el taxi se detuvo.  -Ya llegamos- dijo el conductor señalando la calle Atontado, le pagué y bajé del co

El rapto

Todas ellas eran brujas. El pequeño niño lo sabía desde siempre, porque trataron de llevárselo siendo apenas un bebé. Lo sacaron de su pequeña cuna y unas manos llenas de plumas negras lo cobijaron. Aunque eran cálidas, no podía dejar de llorar y sus chillidos en la noche fueron los que alertaron a la gente del pueblo. Cuando lo encontraron, estaba entre los matorrales, lleno de tierra y aterrado, pero había sobrevivido. Recién aprendió a hablar, contó su historia del rapto pero nadie le creyó. Era un niño extraño, silencioso y sin amigos y muchos pensaban que estaba mal de la cabeza. Pero él sabía. Observaba de lejos a las mujeres del pueblo, las seguía mientras iban a lavar su ropa al río, o las espiaba mientras cocinaban, esperando por cualquier señal. Quizás mezclaban hierbas extrañas con la comida o quizás usaban a los animales del corral para algún ritual, pero eran muy cuidadosas y nunca se delataron.  El tiempo pasó y el niño se convirtió en un hombre. Y las ideas que tenía sob

El regalo

¿Me muestra su amor con una planta? Juan no podía creerlo. Sostenía la suculenta entre sus manos sin saber qué hacer o qué decir, mientras Mercedes lo miraba con esos ojos llenos de devoción. Era irritante. Llevaban meses saliendo juntos y él había tenido que escuchar historias infinitas sobre el trabajo de Mercedes, sobre los cotilleos de sus amigas, sobre los problemas familiares, en fin, que él sabía ahora más de lo que hubiera deseado. Y todo para qué, para que el día que cumplían un año de novios ella le diera esta planta horrenda y nada más. Mientras que él había ahorrado durante meses para llevarla de paseo fuera de la ciudad. Sentía la frustración hirviendo por su cuerpo, incluso su cara debía tener el tono rojizo de un camarón, característico de cuando se molestaba. -¿No te gustó?- preguntó Mercedes al fin, quizás percibiendo la tensión en el aire. Sus ojos húmedos como si estuviera a punto de llorar. Eso fue todo. Juan no supo en qué momento lanzó la planta hasta el otro lado

Suculenta

Gorda. Gorda y preciosa, me dice siempre una voz desde las alturas. Yo no tengo ojos, pero me percibo pequeña, llena de agua y muy verde. Aunque creo que en algún lugar mis hojas tienen un toque de morado, muy coqueto. Pero gorda no soy. Eso me molestaba muchísimo al principio, cuando me trajeron a vivir aquí. Llegué adormilada un domingo, en mi vieja maceta de colores. Recuerdo que cabía muy bien en ella y hasta me sobraba espacio para extender mis raíces.  Desde que yo era un minúsculo brote, recuerdo haber estado en esa maceta y era la única casa que yo conocía. Estaba bastante cómoda. No me había dado cuenta que comenzaba a quedarme chica hasta que llegué aquí, junto a esta ventana. Alguien comenzó a cuidar de mi como nadie lo había hecho. Me daban un baño fresco cada cuatro días y movían la tierra junto a mi cuerpo para que no estuviera apretada. Yo podía estirarme más y más, hasta que mis ramas daban un tronido delicioso. De pronto mi cuerpo se hizo más fuerte y mis hojas se hinc

En el camino

Lo primero en lo que pensé cuando el monstruo terminó de alimentarse de mi y me tiró al piso, fue que si hubiera sabido que moriría ese día, habría hecho muchas cosas distintas. Pero, ¿qué cosas?, me decía mi mente bailando en una especie de embriaguez. Eres solo un muchacho insignificante. Nunca le has importado a nadie e incluso ahora morirás tirado en medio de un camino, por donde nadie pasa. Tu existencia, Benjamín, será olvidada. Quizás las cabras se pregunten por ti, solo porque ya no habrá nadie que las saque a pasear y no te escucharán silbando a lo lejos.  Tu madre llorará un momento. Pobre Benjamín, dirá limpiándose las lágrimas con algún paño de cocina y luego seguirá haciendo pan, aliviada muy dentro de ella, porque eres una boca menos que alimentar. Tus hermanos y hermanas preguntarán por ti al principio, pero pronto dejarán de hacerlo, aún son muy pequeños y no les importa la muerte, porque aún no saben lo que es. No saben que morir es doloroso y hasta un poco patético. M

El lector

Yo a usted la amo. Tardo mucho en darme cuenta de las cosas más obvias, lo sé y le pido una disculpa.  Mi rutina de todos los días siempre la incluye, eso sí. Me levanto a eso de las 8, me baño, me afeito, dejo preparando café mientras sigo arreglándome. Volví a usar colonia desde que la conocí y me he vuelto a sentir joven. Me he vuelto a sentir como si tuviera 15 años. Después de desayunar voy al estudio y miro entre la pila de libros que está sobre la mesa. Hay de todo, cosas de ciencia que ni entiendo, cosas de filosofía que ni me interesan, cosas poéticas que se me hacen muy cursis. Agarro el primer libro a la mano, quizás el más vistoso, para poder llamar su atención. -¿Qué está leyendo ahora?- me pregunta usted a veces, con esa sonrisa que es tan cálida como el verano. Yo solo le muestro el libro, porque como ve, quizás ni sepa bien cuál fue el que escogí. Y usted sonriendo, sonriendo siempre, con esas miles de arrugas en sus ojos brillantes, hace cara de asombro porque no puede

La vendedora de galletas

Hazme tu puta. Tuya, solo tuya. Márcame, úsame a la hora que quieras. Es lo único en lo que puedo pensar mientras camino por la calle y te veo de pie, fuera del taller mecánico donde trabajas. Tus manos están manchadas con grasa de coche y las limpias distraídamente con una estopa. Hasta donde estoy me llega el olor del aguarrás.  Quiero esas manos en mí, sucias y resbaladizas. Quiero que toquen mi cara, mi cuello, mis senos, entre mis piernas. La idea es ahora casi una obsesión. Pienso en ti y en tu cuerpo a todas horas y cada vez termino sintiendo una frustración dolorosa. En ese momento me digo a mi misma que cuando te vea de nuevo, te diré las palabras que siempre he querido decirte.  Hazme tu puta. Pero los días pasan y cuando estoy cerca de ti, la voz se me atora en la garganta y nada sale. Hoy podría ser el día. Hoy todo podría cambiar. Sostengo con fuerza la canasta con las galletas que estoy vendiendo y camino decidida hacia ti. Tú me miras y una sonrisa leve se dibuja en tu b

La cuidadora

Cuando le dieron al bebé, aún tenía los ojos cerrados y estaba envuelto en una manta. María lo cargó sin sentir ningún tipo de apego o dulzura, como siempre lo hacía con todos los niños que había cuidado. Este sin embargo le producía una sensación molesta en el estómago. No había nada bonito en él. Era feo. Le molestaba ver sus profusos cabellos castaños, como apelmazados. Le molestaban sus llantos nocturnos, que la despertaban siempre a las 4 de la madrugada. Le molestaba su risita boba, la que hacía cuando el perro de la familia se acercaba a olerlo. María lo cuidaba de mala gana, día tras día, esperando que por arte de magia, el bebé desapareciera en el parque en uno de sus paseos. Pero el bebé seguí ahí, regalándole miradas tibias que a ella solo le provocaban asco. Deprimida, María solo esperaba terminar con este trabajo y pasar al siguiente. Con suerte, cuidar otro niño que no detestara.  Era una lástima que este bebé fuera su hijo.

Los monstruos

En la noche salían los monstruos. Seres llenos de pelo erizado, con grandes ojos rojos y garras afiladas. Acechaban sigilosamente las casas del pueblo, caminando en cuatro patas, buscando a sus presas. Lucía casi podía escucharlos fuera de su ventana, olfateando con sus narices húmedas por cualquier indicio de vida. Asustada, se metía bajo las cobijas tibias y reconfortantes, buscando el alivio, tratando de dormir. Algunas noches lo lograba, otras no. Por la mañana el pueblo se veía diferente, vivo y vibrante, la gente yendo a hacer sus mandados, riendo como si nada. Pero ellos eran adultos y no tenían nada qué temer. Los monstruos solo se llevaban a las niñas pequeñas como ella. Eso le habían dicho siempre en su casa. Por eso la noche para ella se transformaba en algo distinto, misterioso, insondable. Porque detrás de todo el miedo que Lucía sentía, también tenía curiosidad. Y había noches en las que salía de la protección de sus mantas e iba a asomarse a la ventana. Todo lo que veía

Alma

A Alma le gustaba mucho el pueblo donde creció. Era un paraíso salvaje, lleno de vegetación y aves tropicales que te despertaban cantando antes de que saliera el sol. En verano el calor casi insoportable, hacía que ella y sus hermanos se lanzaran como bombas a la laguna. Eran 5 niños tostados y sonrientes, nadando y jugando. Su abuela los llamaba para comer a la hora que regresaba de la playa, ya cuando había terminado de vender sus cocos a los turistas. Les preparaba gorditas de nata en el anafre y calentaba los frijoles. Alma siempre se quedaba con hambre, porque su familia era grande y la masa era poca. Todas las tardes se escapaba a la zona de los hoteles, y como quien no quiere la cosa se acercaba a las mesas de los restaurantes que daban al mar, las que ya estaban vacías. Sin que nadie la viera metía un pan a su bolsa o le daba una probada a lo que quedaba en los platos. En ocasiones los turistas gringos le daban dulces o dinero y le hablaban en un idioma que ella no conocía pero

Tarde

(Ejercicio en tercera persona) Por tercera vez en la semana llegó corriendo a la escuela. Fuera de ella, solo quedaban algunos vendedores ambulantes y el viejo intendente barriendo papeles y hojas.  Adrián lo saludó con la cabeza antes de entrar como una ráfaga por el portón de la secundaria. No paró de correr hasta que llegó a su salón en el segundo piso, donde ya todos estaban tomando la primera clase y se volvieron a mirarlo hasta que se sentó en su asiento. Tenía el cabello revuelto y la camisa se le pegaba al cuerpo por el sudor. En la banca de junto, su mejor amigo, Luis, le pasó su cuaderno para que se pusiera al corriente. Aún jadeando por el esfuerzo, Adrián trató de concentrarse.  - Casi no llegas de nuevo- se rió Luis - No sonó la alarma- Adrián también sonrió, ya se estaba sintiendo más relajado y extendió sus largas piernas hacia el pasillo, estirándose, aprovechando que el maestro no miraba. - ¿Vamos a jugar a mi casa después?- Luis lo miraba como siempre, con un cariño s

La Lotería

  (Ejercicio narrativo utilizando tres elementos de La Lotería. Elementos: La Sirena, El Camarón y El Borracho. Estoy muy borracho, he estado tomando toda la tarde, tanto que el pulque ha perdido todo su sabor. Me siento cada vez más mareado y una sensación de soledad crece despacito dentro de mi pecho. No sé a qué hora me paré de mi asiento ni cómo lo hice, pero me descubro caminando de pronto a mitad de la calle desierta, tarareando y gritando. Debe ser pasada la media noche, porque no me encuentro con nadie. De pronto, veo algo rojo en el piso. Es algo pequeño, que me hace tropezar y caer estrepitosamente. Maldiciendo y sobándome las rodillas, intento levantarme. - Hola - escucho de pronto La voz me sorprende tanto que vuelvo a caer. Frente a mi está parado un camarón y parece que quiere platicar conmigo. Es un camarón común y corriente, rojo y brillante. con grandes antenas y ojos saltones, me da confianza. Pero él no dice nada más, se da media vuelta y me hace señales para que lo

Las profundidades

Ejercicio de Binomio fantástico. Palabras a usar: guerra/pájaro Eres un pájaro de fuego. Te descubrí un día, caminando calle abajo. Te detuviste frente a un enorme árbol de bugambilia y todo alrededor de ti era una explosión de morado, lila y violeta. Tú era el fuego, tú eras lo iridiscente. Me miraste y dentro de tus ojos habitaba un mar infinito. En ese mar no existía la guerra, solo la negrura apacible que lo contempla todo. Pensé que te irías volando sin avisar, porque eres un ave y vives dentro del aire. Pensé que te consumirías en cualquier momento, porque tus plumas rojas eran un incendio inminente. Pero caminaste hacia mi, extendiste tus garras y una de ellas se cerró sobre mi cuello, asfixiándome. Solo pude hundirme en la negrura de tus ojos. Me tragó ese mar y sabía que me estaba ahogando, descendiendo hasta donde habitan las ballenas. Y luego lo sentí. El fuego. El fuego que lo consume todo. Nos estábamos incendiando.