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El repartidor

Los había estado espiando por cerca de un mes. Salía temprano de su casa, allá por los límites de la ciudad, más cerca del cerro que de la carretera, y se desplazaba durante varias horas hasta donde la vieja pareja vivía. La mansión de ellos marcaba un contraste doloroso con su propio hogar, hecho de láminas. La primera vez que Juan había entrado a la lujosa residencia, fue porque lo trajo su primo, para ayudarlo en sus labores de jardinero. Se quedó boqueando como un pescado al ver lo tapices colgados en las paredes, las estatuas repartidas por los salones y hasta por el olor a riqueza que casi podía percibir en cada cuarto. Entonces conoció a los dueños de la casa, una pareja de ancianos con pieles casi translúcidas y cabellos dorados. Los ojos azules de ambos, se posaron indiferentes en él. Juan sabía con certeza que no podía ser más intrascendente para ellos, era solo uno de los muchos trabajadores que desfilaban por la mansión. Otro más de los pobres, de los que importaban menos y

El contratista

Al fin llegué, pensé mientras bajaba del camión en la vieja terminal de autobuses de Pachuca. Como siempre el olor conocido a estiércol y a sudor me golpeó la cara. Era cerca de la medianoche, yo estaba muerto de cansancio, solo pensaba en encontrar una cama dónde poder dormir unas horas para mañana seguir mi viaje hacia la Ciudad de México. Aún adolorido por el largo camino, me monté en el primer taxi que ví pasar. Al centro, al centro, creo que le dije. Mientras avanzábamos, saqué de mi mochila los papeles que ya había revisado cientos de veces en los últimos 3 días. Si cerraba este contrato mañana, ya no tendría que seguir viajando por todo el país y al fin podría abrir mi negocio. La sola idea hacía que me temblaran las manos.  Yo ya no era un hombre tan joven, pero aún quería cosas. Mi casa, mi familia, mi negocio. Iba pensando en esto, casi soñando y sonriendo, cuando de pronto el taxi se detuvo.  -Ya llegamos- dijo el conductor señalando la calle Atontado, le pagué y bajé del co

El rapto

Todas ellas eran brujas. El pequeño niño lo sabía desde siempre, porque trataron de llevárselo siendo apenas un bebé. Lo sacaron de su pequeña cuna y unas manos llenas de plumas negras lo cobijaron. Aunque eran cálidas, no podía dejar de llorar y sus chillidos en la noche fueron los que alertaron a la gente del pueblo. Cuando lo encontraron, estaba entre los matorrales, lleno de tierra y aterrado, pero había sobrevivido. Recién aprendió a hablar, contó su historia del rapto pero nadie le creyó. Era un niño extraño, silencioso y sin amigos y muchos pensaban que estaba mal de la cabeza. Pero él sabía. Observaba de lejos a las mujeres del pueblo, las seguía mientras iban a lavar su ropa al río, o las espiaba mientras cocinaban, esperando por cualquier señal. Quizás mezclaban hierbas extrañas con la comida o quizás usaban a los animales del corral para algún ritual, pero eran muy cuidadosas y nunca se delataron.  El tiempo pasó y el niño se convirtió en un hombre. Y las ideas que tenía sob

El regalo

¿Me muestra su amor con una planta? Juan no podía creerlo. Sostenía la suculenta entre sus manos sin saber qué hacer o qué decir, mientras Mercedes lo miraba con esos ojos llenos de devoción. Era irritante. Llevaban meses saliendo juntos y él había tenido que escuchar historias infinitas sobre el trabajo de Mercedes, sobre los cotilleos de sus amigas, sobre los problemas familiares, en fin, que él sabía ahora más de lo que hubiera deseado. Y todo para qué, para que el día que cumplían un año de novios ella le diera esta planta horrenda y nada más. Mientras que él había ahorrado durante meses para llevarla de paseo fuera de la ciudad. Sentía la frustración hirviendo por su cuerpo, incluso su cara debía tener el tono rojizo de un camarón, característico de cuando se molestaba. -¿No te gustó?- preguntó Mercedes al fin, quizás percibiendo la tensión en el aire. Sus ojos húmedos como si estuviera a punto de llorar. Eso fue todo. Juan no supo en qué momento lanzó la planta hasta el otro lado

Suculenta

Gorda. Gorda y preciosa, me dice siempre una voz desde las alturas. Yo no tengo ojos, pero me percibo pequeña, llena de agua y muy verde. Aunque creo que en algún lugar mis hojas tienen un toque de morado, muy coqueto. Pero gorda no soy. Eso me molestaba muchísimo al principio, cuando me trajeron a vivir aquí. Llegué adormilada un domingo, en mi vieja maceta de colores. Recuerdo que cabía muy bien en ella y hasta me sobraba espacio para extender mis raíces.  Desde que yo era un minúsculo brote, recuerdo haber estado en esa maceta y era la única casa que yo conocía. Estaba bastante cómoda. No me había dado cuenta que comenzaba a quedarme chica hasta que llegué aquí, junto a esta ventana. Alguien comenzó a cuidar de mi como nadie lo había hecho. Me daban un baño fresco cada cuatro días y movían la tierra junto a mi cuerpo para que no estuviera apretada. Yo podía estirarme más y más, hasta que mis ramas daban un tronido delicioso. De pronto mi cuerpo se hizo más fuerte y mis hojas se hinc

En el camino

Lo primero en lo que pensé cuando el monstruo terminó de alimentarse de mi y me tiró al piso, fue que si hubiera sabido que moriría ese día, habría hecho muchas cosas distintas. Pero, ¿qué cosas?, me decía mi mente bailando en una especie de embriaguez. Eres solo un muchacho insignificante. Nunca le has importado a nadie e incluso ahora morirás tirado en medio de un camino, por donde nadie pasa. Tu existencia, Benjamín, será olvidada. Quizás las cabras se pregunten por ti, solo porque ya no habrá nadie que las saque a pasear y no te escucharán silbando a lo lejos.  Tu madre llorará un momento. Pobre Benjamín, dirá limpiándose las lágrimas con algún paño de cocina y luego seguirá haciendo pan, aliviada muy dentro de ella, porque eres una boca menos que alimentar. Tus hermanos y hermanas preguntarán por ti al principio, pero pronto dejarán de hacerlo, aún son muy pequeños y no les importa la muerte, porque aún no saben lo que es. No saben que morir es doloroso y hasta un poco patético. M

El lector

Yo a usted la amo. Tardo mucho en darme cuenta de las cosas más obvias, lo sé y le pido una disculpa.  Mi rutina de todos los días siempre la incluye, eso sí. Me levanto a eso de las 8, me baño, me afeito, dejo preparando café mientras sigo arreglándome. Volví a usar colonia desde que la conocí y me he vuelto a sentir joven. Me he vuelto a sentir como si tuviera 15 años. Después de desayunar voy al estudio y miro entre la pila de libros que está sobre la mesa. Hay de todo, cosas de ciencia que ni entiendo, cosas de filosofía que ni me interesan, cosas poéticas que se me hacen muy cursis. Agarro el primer libro a la mano, quizás el más vistoso, para poder llamar su atención. -¿Qué está leyendo ahora?- me pregunta usted a veces, con esa sonrisa que es tan cálida como el verano. Yo solo le muestro el libro, porque como ve, quizás ni sepa bien cuál fue el que escogí. Y usted sonriendo, sonriendo siempre, con esas miles de arrugas en sus ojos brillantes, hace cara de asombro porque no puede

La vendedora de galletas

Hazme tu puta. Tuya, solo tuya. Márcame, úsame a la hora que quieras. Es lo único en lo que puedo pensar mientras camino por la calle y te veo de pie, fuera del taller mecánico donde trabajas. Tus manos están manchadas con grasa de coche y las limpias distraídamente con una estopa. Hasta donde estoy me llega el olor del aguarrás.  Quiero esas manos en mí, sucias y resbaladizas. Quiero que toquen mi cara, mi cuello, mis senos, entre mis piernas. La idea es ahora casi una obsesión. Pienso en ti y en tu cuerpo a todas horas y cada vez termino sintiendo una frustración dolorosa. En ese momento me digo a mi misma que cuando te vea de nuevo, te diré las palabras que siempre he querido decirte.  Hazme tu puta. Pero los días pasan y cuando estoy cerca de ti, la voz se me atora en la garganta y nada sale. Hoy podría ser el día. Hoy todo podría cambiar. Sostengo con fuerza la canasta con las galletas que estoy vendiendo y camino decidida hacia ti. Tú me miras y una sonrisa leve se dibuja en tu b