Suculenta

Gorda. Gorda y preciosa, me dice siempre una voz desde las alturas.
Yo no tengo ojos, pero me percibo pequeña, llena de agua y muy verde. Aunque creo que en algún lugar mis hojas tienen un toque de morado, muy coqueto. Pero gorda no soy.
Eso me molestaba muchísimo al principio, cuando me trajeron a vivir aquí.
Llegué adormilada un domingo, en mi vieja maceta de colores. Recuerdo que cabía muy bien en ella y hasta me sobraba espacio para extender mis raíces. 
Desde que yo era un minúsculo brote, recuerdo haber estado en esa maceta y era la única casa que yo conocía. Estaba bastante cómoda.
No me había dado cuenta que comenzaba a quedarme chica hasta que llegué aquí, junto a esta ventana.
Alguien comenzó a cuidar de mi como nadie lo había hecho. Me daban un baño fresco cada cuatro días y movían la tierra junto a mi cuerpo para que no estuviera apretada. Yo podía estirarme más y más, hasta que mis ramas daban un tronido delicioso.
De pronto mi cuerpo se hizo más fuerte y mis hojas se hincharon y crecieron.
Al principio quise evitarlo, porque me molestaba que me llamaran gorda. Solo quería ser preciosa y pequeña, una cosa delicada en mi maceta minúscula.
Pero me sentía tan bien, llena de salud, de vida.
El sol me bañaba diario y yo crecía y crecía sin detenerme, con una sensación de plenitud.
Hasta que dejó de importarme el ser llamada gorda, de cualquier manera la voz que me lo decía siempre lo hacía con amor. Y además, ¿es algo malo ser gorda?¿no puedo ser gorda y ser bella al mismo tiempo?
Pensaba mucho en eso.
Total, me digo ahora, qué importa el peso si yo lo que soy, es una planta.







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