Alma

A Alma le gustaba mucho el pueblo donde creció. Era un paraíso salvaje, lleno de vegetación y aves tropicales que te despertaban cantando antes de que saliera el sol. En verano el calor casi insoportable, hacía que ella y sus hermanos se lanzaran como bombas a la laguna. Eran 5 niños tostados y sonrientes, nadando y jugando. Su abuela los llamaba para comer a la hora que regresaba de la playa, ya cuando había terminado de vender sus cocos a los turistas. Les preparaba gorditas de nata en el anafre y calentaba los frijoles. Alma siempre se quedaba con hambre, porque su familia era grande y la masa era poca.
Todas las tardes se escapaba a la zona de los hoteles, y como quien no quiere la cosa se acercaba a las mesas de los restaurantes que daban al mar, las que ya estaban vacías. Sin que nadie la viera metía un pan a su bolsa o le daba una probada a lo que quedaba en los platos. En ocasiones los turistas gringos le daban dulces o dinero y le hablaban en un idioma que ella no conocía pero que sonaba amable, porque siempre le sonreían. A Alma le gustaban. Eran buenas personas.
Era un sábado cuando sus hermanos y ella estaban jugando en los manglares, subiéndose a los barcos pesqueros que se asoleaban panza arriba sobre la arena. Lo primero que vió de Tomás, fueron sus ojos enormes y casi transparentes, asomándose desde detrás de unas ramas mientras los espiaba. Alma reconoció a ese niño de la zona de los turistas, casi siempre estaba ahí bajo las sombrillas, junto a un señor y a una señora. Al igual que ellos, Tomás tenía el cabello amarillo y sus mejillas siempre estaban rojas.
Sabía su nombre porque los señores siempre le decían así cuando él trataba de escabullirse para ir a nadar al mar. Nunca lo dejaban alejarse y a Alma le recordaba a un pajarito de feria, de esos que están dentro de una jaula y sacan papelitos de la suerte. Siempre había querido invitarlo a jugar con ella y sabía que sus papás lo dejarían si Alma lo acompañaba, porque ella podría cuidarlo. 
El día que lo descubrió espiándolos, solo se preguntaba cómo había llegado hasta ahí, solo. Alma fue hasta se escondite y lo descubrió agazapado y más rojo que de costumbre. Se quedaron viendo durante un largo momento. Los ojos verdes de Tomás la miraban curiosos y a Alma le recordaban el agua de los manantiales. El niño se puso de pie despacio. Era más bajito que ella. El aire estaba cargado de olores frutales y se escuchaban cerca las risas de sus hermanos que correteaban en la playa. Tomás extendió su mano a la altura de la cara de Alma y ella pudo oler el bloqueador en sus dedos. La sangre subió hasta las mejillas de Alma y el estómago se le llenó de mariposas cuando sintió que el niño le agarraba el cabello. La mano se cerró en una de sus trenzas.
- You are so ugly- le dijo él suavecito, y ella pensó que le había dicho algo bonito, porque se lo dijo sonriendo, como hacían todos los turistas. Y ella también sonrió. Pero entonces Tomás jaló la trenza con todas sus fuerzas y Alma cayó al piso.
Desde ahí, pudo ver al niño alejarse corriendo mientras se reía. Lo vió llegar junto a sus papás, que ya lo estaban esperando, y ellos también reían y festejaban. Y aunque Alma no entendía nada, se rió igual, aunque sin sentimiento.
Porque quizás sí era chistoso, porque los turistas eran buenas personas y Tomás solo estaba jugando, pensaba ella, mientras se aguantaba las ganas de llorar.

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