La vendedora de galletas

Hazme tu puta.

Tuya, solo tuya.

Márcame, úsame a la hora que quieras.

Es lo único en lo que puedo pensar mientras camino por la calle y te veo de pie, fuera del taller mecánico donde trabajas. Tus manos están manchadas con grasa de coche y las limpias distraídamente con una estopa. Hasta donde estoy me llega el olor del aguarrás. 

Quiero esas manos en mí, sucias y resbaladizas. Quiero que toquen mi cara, mi cuello, mis senos, entre mis piernas. La idea es ahora casi una obsesión. Pienso en ti y en tu cuerpo a todas horas y cada vez termino sintiendo una frustración dolorosa. En ese momento me digo a mi misma que cuando te vea de nuevo, te diré las palabras que siempre he querido decirte. 

Hazme tu puta.

Pero los días pasan y cuando estoy cerca de ti, la voz se me atora en la garganta y nada sale.

Hoy podría ser el día. Hoy todo podría cambiar.

Sostengo con fuerza la canasta con las galletas que estoy vendiendo y camino decidida hacia ti.

Tú me miras y una sonrisa leve se dibuja en tu boca. Tu cuerpo relajado, se recuesta en la pared. Eres una maravilla. No debes tener más de 20 años, pero eres muy alto. Tu piel es la más morena que he visto, una piel que debe lamerse y no solo observarse. Tus ojos cafés son lo único en ti que parece contener una malicia disimulada. La primera vez que los vi, hace un año, supe que yo te pertenecía.

Hazme tu puta, fue lo único que pude pensar.

Ahora que estoy frente a ti, como todos los viernes, la idea es la misma.

- Buenos días, ¿ya me trae mis galletas? - me dices de buen humor

- Ya te dije que no me hables de usted- sonrío falsamente, sintiendo un pinchazo en mi vanidad

- No me acostumbro- dices acercándote a mi y mi respiración se corta. Me golpea de pronto el olor de tu crema de afeitar y lo único que quiero es meter la cara en tu cuello y morderte.

Hazme tu puta, ahora, pienso una y otra vez, casi cerrando los ojos.

Tú, sin darte cuenta de nada, solo metes una mano en mi canasta y tomas una galleta.

- ¿Se la puedo pagar después?

 -Claro- digo casi sin voz

-Creo que ya le hablan- dices tú, y entonces caigo en cuenta que las campanas deben llevar un rato sonando. Es hora de preparar la misa. 

Me doy la vuelta y el hábito se me enreda entre las piernas. 

Mañana se lo diré, me digo a mi misma mientras corro de regreso al convento.



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