El repartidor

Los había estado espiando por cerca de un mes.

Salía temprano de su casa, allá por los límites de la ciudad, más cerca del cerro que de la carretera, y se desplazaba durante varias horas hasta donde la vieja pareja vivía. La mansión de ellos marcaba un contraste doloroso con su propio hogar, hecho de láminas. La primera vez que Juan había entrado a la lujosa residencia, fue porque lo trajo su primo, para ayudarlo en sus labores de jardinero.

Se quedó boqueando como un pescado al ver lo tapices colgados en las paredes, las estatuas repartidas por los salones y hasta por el olor a riqueza que casi podía percibir en cada cuarto.

Entonces conoció a los dueños de la casa, una pareja de ancianos con pieles casi translúcidas y cabellos dorados. Los ojos azules de ambos, se posaron indiferentes en él. Juan sabía con certeza que no podía ser más intrascendente para ellos, era solo uno de los muchos trabajadores que desfilaban por la mansión. Otro más de los pobres, de los que importaban menos y solo existían para servir.

En ese momento, mientras su primo comenzaba a trabajar en el jardín y la pareja de ancianos tomaba limonada bajo una sombrilla, Juan comenzó a planear el robo.

Después de un mes de espiar sus movimientos, ahora ya conocía los horarios de todos los que habitaban la casa. Aparte de los dueños, solo se quedaban dos sirvientas y dos hombres que funcionaban de guardaespaldas y porteros. Ellos vivían en una casita más pegada al garage, mientras que las sirvientas sí dormían dentro de la casa grande.

Juan lo tenía todo planeado. Entraría a la mansión pasando la media noche. Tendría que brincar la cerca que estaba en el patio trasero, ya que ahí había poca vigilancia a eso de la una de la mañana. Luego, dormiría a los ancianos y a las sirvientas con cloroformo y podría escoger con calma los objetos que quisiera llevarse. Necesitaría una mochila más grande, para que cupieran más cosas. Al no tener dinero para comprarla, pasó la voz entre sus amigos del barrio para que le prestaran una.

Un día antes del robo y con un Juan cada vez más desesperado, al fin se resolvió el problema de la mochila. Y aunque a él le pareció muy rara la que le dieron, aún así decidió llevarla. En lugar de una maleta o bolsa, era más bien una caja de casi medio metro de largo y de ancho, de color naranja.

No tenía tiempo ni ánimo para ponerse quisquilloso. El lunes salió de su casa temprano y se desplazó hasta el otro lado de la ciudad, donde estaban los barrios ricos. Decidió llegar temprano y quedarse en las cercanías de la mansión, para evitar eventualidades.

Cargado con su mochila-caja, caminó frente a la mansión tratando de parecer inocente de todo crimen. Podría funcionar, solo tenía 16 años y nadie lo hubiera tomado por un ladrón. Quizás parecía más un estudiante de secundaria que se había saltado las clases. En eso andaba pensando cuando uno de los guaruras salió corriendo y lo detuvo por el brazo.

-¿Por qué tardaste tanto, chamaco? los patrones llevan horas esperándote- dijo mientras lo jalaba dentro de la casa.

Juan, con toda la sangre de su cuerpo en los pies, no podía pensar claramente. Todo su plan había sido desarmado en segundos. Era llevado directo a la mansión, con una bolsa llena de cinta adhesiva, tres botellas de cloroformo y una cuerda larga.

¿Cómo podría explicar eso? 

-Ándale, saca la comida nomás entres, porque la señora anda de malas- le decía el guarura

-Yo no sé de qué me habla, suélteme-gruñía ahora Juan tratando de zafarse- yo no traigo comida

-¿No traes la comida?- el guarura lo zarandeó con fuerza- Si no la traes es tu culpa y eso sale de tu bolsillo. 

Juan, aún sin entender nada, pero más aterrado que otra cosa, asentía a todo lo que le decía el hombre y no se defendió cuando el otro husmeó en las bolsas de sus jeans y sacó un billete de 100, el único que había y que significaba una semana de comida para Juan. Otra vez sacudiéndolo, lo llevó de regreso a la salida. y sin más lo echó a la calle.

El muchacho, entre confundido y aliviado se echó a correr. La mochila de repartidor que cargaba sin saber a sus espaldas, se bamboleaba a cada paso.
































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